Vaya por delante que esta entrada no va a gustar a mucha gente. Vaya por delante que soy consciente de ello. Y, ya puestos, vaya por delante que me da un poquito igual. También vaya por delante que no tengo nada contra Mr Wonderful; de hecho, cuando me posee el alma cuqui, me compro cienes y cienes de bolis, carpetas y cuadernos de esos de «eres la pera», «tengo el guapo subido» y demás. Y me pirran. Pero hace poco escuché un palabro inventado que me encantó: mrwonderfulización. Ni siquiera recuerdo en qué contexto, pero sí sé a qué se refería: resumiéndolo mucho, sería a algo así como a pasarse de optimismo. Y en esto de la literatura, y más en concreto en la novela romántica, creo que nos hemos pasado un poco de optimistas. Bueno, en realidad nos hemos pasado de la hostia.
Os voy a contar un secretito: odio los manuales de escritura. Con toda mi alma. La mayoría de los que han caído en mis manos o bien son terriblemente aburridos, o bien me explican cosas que sé desde 2º de carrera, más o menos. Pero siempre hay excepciones. De una de ellas hablé en su momento en mis redes sociales. Se trata de 70 trucos para sacarle brillo a tu novela, de Gabriella Campbell, que tiene el enorme mérito de ser un manual de corrección ameno. En serio. 'Corrección' y 'ameno' son dos términos que nunca antes se habían conjugado en la misma frase. No es que os lo recomiende, es que os lo SUPERHIPERULTRArecomiendo.
Desde hace mucho tiempo, algunas escritoras amigas mías me han repetido la frase «tienes que leer Mientras escribo, de Stephen King». Yo tuve mi época de leer a Stephen King, yo creo que como casi todos en la adolescencia, pero no sé por qué no acababa de convencerme lo de leer su libro sobre escritura. Y es que no sabía que... en realidad no es un libro sobre escritura, es mucho, muchísimo más.
Voy a empezar diciendo que siempre me he considerado una tía valiente. Lo que algunos darían en llamar temeraria, incluso. No solo no me dan miedo el noventa por ciento de las cosas que a muchas de mis amigas sí se lo dan, sino que ni siquiera entiendo esos miedos. Lo único que me da un miedo atroz son las pelis de terror y las ratas, porque soy tan retrasada mental que le tengo más miedo a la ficción que a la realidad y a algunos animales que a algunos humanos. Supongo que el origen de todo (de lo de no tener miedo, no de lo de las pelis y las ratas) está en una adolescencia rebelde, en la que me negaba a aceptar un exceso de protección y, ya no digamos, la más mínima diferencia con mis amigos chicos. Eran los tiempos en que creíamos que el feminismo consistía en conseguir la igualdad absoluta teniendo que dejarnos nosotras los huevos para ello sin ayuda alguna, y en que del concepto de discriminación positiva solo nos quedábamos con la primera palabra. El caso es que, en aquellos tiempos ya muy lejanos (¿cómo puede hacer veinte años que era adolescente, madre del amor hermoso?), me acostumbré a hacer cosas de esas que estremecen a las madres (a la mía no demasiado, que ella también es bastante temeraria): volver a casa sola de madrugada, no avisar a nadie de si llegaba bien o mal y alguna que otra que no mencionaré por preservar mi ya mermada reputación.
Pocos momentos habrá más emocionantes en la vida de un escritor que el de terminar nuestra primera novela. Ese momento en que, después de toda una vida soñándolo o, al menos, de unos cuantos meses (o años) trabajando en ella, al fin tenemos en nuestras manos ese libro con nuestro nombre en la portada. Luego ya... pasa el tiempo, releemos nuestra primera novela y tenemos ganas de hacer una pira funeraria en la que quemar todos los ejemplares y puede que a nuestro yo escritor en el centro. Bueno, quizá esto no le pasa a todo el mundo. Hay auténticas joyas de la literatura que fueron la ópera prima de su autor: Frankenstein, Jane Eyre, Cumbres borrascosas, La isla del tesoro, El retrato de Dorian Grey o La familia de Pascual Duarte lo fueron. Dos de mis novelas favoritas de todos los tiempos, El guardián entre el centeno y Matar a un ruiseñor, también. Mother of God, y yo muriéndome un poco por dentro cada vez que releo algún fragmento de Pecado, penitencia y expiación.
Dicen por ahí que uno de los problemas más comunes a los que se enfrentan los escritores es la falta de inspiración. Quieres escribir, o tienes que hacerlo, y no sabes sobre qué. Os voy a contar un secreto: a mí no me ha pasado nunca. Mi problema suele ser el contrario: cuando estoy en medio de la escritura de una novela, ya tengo en la cabeza toda la trama, los personajes y el pack inspiratorio completo para la siguiente. Por eso me ha extrañado siempre mucho una pregunta que me han hecho de vez en cuando: «¿de dónde sacas las ideas?». Y sobre eso me ha dado por escribir hoy. Sobre los mejores lugares para encontrar la inspiración, la ambientación o, simplemente, las ideas para escribir una (o mil) novelas románticas (o de cualquier otro género, ya puestos). Estos son los míos, que no tienen por qué funcionarle a todo el mundo, claro:
Los que sois asiduos a este blog sabréis que la novela romántica suele monopolizar bastante mis entradas. Al fin y al cabo, esa es mi profesión y una de mis principales aficiones. Pero, de vez en cuando, el cuerpo me pide escribir otras cosas, y hoy es uno de esos días. Así que ahí va... Mi carta abierta a mi yo adolescente:
Ya estamos muy cerca de la meta final. Nuestra novela empieza a tomar forma. El borrador está acabado y hasta registrado en Propiedad Intelectual. ¿Qué toca ahora? Pues el infierno, el averno, el abismo, el jodido apocalipsis: el proceso de corrección. ¿Os atrevéis a adentraros en él?