Los errores que todos cometemos al escribir nuestra primera novela (y cómo evitarlos)

Escrito por Abril Camino - 08 septiembre


Pocos momentos habrá más emocionantes en la vida de un escritor que el de terminar nuestra primera novela. Ese momento en que, después de toda una vida soñándolo o, al menos, de unos cuantos meses (o años) trabajando en ella, al fin tenemos en nuestras manos ese libro con nuestro nombre en la portada. Luego ya... pasa el tiempo, releemos nuestra primera novela y tenemos ganas de hacer una pira funeraria en la que quemar todos los ejemplares y puede que a nuestro yo escritor en el centro. Bueno, quizá esto no le pasa a todo el mundo. Hay auténticas joyas de la literatura que fueron la ópera prima de su autor: Frankenstein, Jane Eyre, Cumbres borrascosas, La isla del tesoro, El retrato de Dorian Grey o La familia de Pascual Duarte lo fueron. Dos de mis novelas favoritas de todos los tiempos, El guardián entre el centeno y Matar a un ruiseñor, también. Mother of God, y yo muriéndome un poco por dentro cada vez que releo algún fragmento de Pecado, penitencia y expiación.


El caso es que me parece una buena noticia eso de que nos horrorice un poco nuestra primera novela (en su día, cuando hablé de las cosas que nos pasan a los escritores, mucha gente me dijo que ese punto en concreto, el de odiar su primera novela, era en el que estaban más de acuerdo). Pensar que lo que hemos ido escribiendo después supera a esa primera novela demuestra que hemos aprendido algo (o mucho) en nuestras carreras, que, por otra parte, deberían ser un aprendizaje constante. En fin... que me estoy enrollando. Vamos a centrarnos en la novela romántica, que es de lo que va este blog.

Errores clásicos en novela romántica

Creo que ya todos sabéis que leo bastante romántica. Sobre todo contemporánea y new adult (creo que el aluvión de vídeos de mi BookTube lo deja claro). Y, desde que empecé a escribir, me fijo mucho en cosas que quizá antes me pasarían desapercibidas. Cosas que también me han pasado a mí. Y que destacan, sobre todo, en nuestras primeras novelas. ¿Os cuento unas cuantas que me han llamado la atención? Ahí van:

El entorno de la protagonista se parece sospechosamente al de la autora

Cuando escribimos una primera novela, me temo que no tenemos muy claro cuánto trabajo implica escribir un libro. Y, además, como decía antes, hay muchas cosas que aún ignoramos. Así que tendemos a recortar por lo más fácil: el entorno. ¡Vamos! Ya nos estamos currando a unos protagonistas creíbles y profundos, una trama intensa e interesante, estamos aplicando lo que sabemos de técnica narrativa... ¿de verdad tenemos también que documentarnos para que la trama transcurra en Varsovia, en 1983? Pues no nos apetece. Así que, si vivimos en Madrid... en Madrid que se queda nuestra prota. Si es en un pueblo o una ciudad pequeña, probablemente cambiemos el nombre del lugar o lo dejemos anónimo... pero, casualmente, el espacio tendrá muchas similitudes con el nuestro propio.

Ocurre lo mismo con la profesión. Si la autora es profesora, hay muchas posibilidades de que cree una protagonista profesora. Si es periodista, ídem. Y así con todo. Por lo mismo que acabo de decir. ¿Para qué molestarnos en conocer las vicisitudes de la vida de una fotógrafa, un policía o una taxista, pudiendo hablar de nuestra propia profesión, o la de alguien cercano, cuando podemos olvidarnos de la farragosa tarea de documentación?

El farragoso proceso de documentación

Cuando publiqué Pecado, penitencia y expiación, muchas personas de mi entorno la consideraron autobiográfica (como ya conté en su día, esa es una de las cosas que me encantaría dejar de oír como escritora). Os juro que me ponía de los putos nervios cada vez que alguien me lo comentaba. No voy a spoilearla por si no la habéis leído (algo que, por cierto, se puede solucionar pinchando en este enlace - guiño, guiño), pero os puedo jurar que mi vida tiene bastante poco que ver con el millón de cosas que le pasan a Carmen, la protagonista. Entonces, ¿por qué todo el mundo quiso ver reflejos de mi vida en ella? Pues porque vivía en una ciudad en la que yo también viví (al menos al comienzo de la trama), tenía una edad similar a la mía y un novio de toda la vida que podría recordar en algunas cosas a una relación mía. ¿Por qué? Porque no me lo curré lo suficiente. Para qué negarlo. Conozco la ciudad, conozco el entorno cultural en el que creció una persona nacida el mismo año que yo... Bastante liada estaba yo dándole forma a la historia como para pensar en cambiar esos pequeños detalles.

¿Esto es una novela romántica? Pues hablemos de novela romántica

Evidentemente, si escribimos una novela romántica, será porque nos gusta la novela romántica. Ahí creo que somos culpables todas. Así que... nos ponemos a escribir y... venga, hablemos de novela romántica. Así, como quien no quiere la cosa. Que si la protagonista llega a casa y se pone a leer «su novela romántica favorita». Que si el chico en cuestión es decepcionante porque «no se parece en nada a los protagonistas de las novelas románticas que leo». Si nos venimos arriba, acabaremos nombrando a Christian Grey o a cualquier otro mito del género. No digo que sea un desastre hacerlo, pero ¿no lo hemos visto ya en demasiadas novelas?

Queremos una novela que nos sorprenda

Proyectar nuestros sueños en los de la protagonista

No voy a entrar ahora en el debate de que la literatura (y más la romántica) tiene un componente aspiracional. Me da pereza, más que nada. Pero el caso es que hay dos sueños que todas tenemos que, demasiado a menudo, proyectamos en nuestras protagonistas: el amor y el trabajo. En el amor... ¡ay! ¿qué os voy a contar? La base del género es la historia de amor, así que es hasta normal que proyectemos en los protagonistas el tipo de historia de amor que nos gustaría tener.

Pero, ¿qué ocurre con lo profesional? Venga. Seamos sinceras. El sueño que (casi) todas tenemos cuando nos ponemos a escribir es que, cuando enviemos nuestra novela a editoriales o cuando la autopubliquemos, un editor piense: «¡La hostia! ¡Esta tía es la próxima Danielle Steel! ¡Vamos a ofrecerle un contrato de cinco millones de euros!». (Soñar es gratis, recordemos). Así que, inevitablemente, muchas protagonistas sueñan con ser escritoras. Y lo consiguen. Y, al final del libro, no solo han logrado el amor del protagonista (guapo, inteligente y cariñoso, of course), sino que viven de su maravillosa profesión de escribir, firman libros y consiguen el éxito. ¿Verosímil? Permitidme que lo dude.

Si habéis leído Pecado, penitencia y expiación, estaréis pensando: «¿Pero esta flipada por qué critica exactamente lo que ella hizo?». Pues por eso mismo, porque yo también lo hice. No es demasiado spoiler que os cuente que Carmen, la protagonista, acaba sus días (sus días dentro de la novela, quiero decir) como exitosa escritora de novela romántica, forrada de dinero, viviendo en pleno Manhattan y combinando su exitoso oficio con una saludable vida social y sexual. Vamos, a lo Carrie Bradshaw, esa muchacha que vivía en pleno Upper East Side con lo que ganaba escribiendo una columna semanal en una revista. What-the-fuck.

La estresante jornada laboral de Carrie Bradshaw

Los clichés... ¡ay, los clichés!

Todas tenemos nuestras novelas favoritas. Y nuestras escritoras fetiche. Y toda la historia de la literatura universal es una concatenación de influencias de unos autores y estilos sobre otros. Pero, ¿dónde acaba la influencia y comienza el cliché? ¿Y dónde acaba incluso el cliché y comienza la imitación descarada? Se me ocurren mil ejemplos: desde las mil protagonistas gorditas y un poco acomplejadas que acaban convirtiéndose en la princesa del cuento, al más puro estilo Bridget Jones, a los grupos de cuatro amigas, compuestos indefectiblemente por la protagonista, una amiga muy liberada sexualmente, otra muy puritana y otra muy sensata. ¿Carrie, Samantha, Charlotte y Miranda? Quizá. ¿Cuántos jefes medio abusivos, medio sensuales nos ha dejado en herencia Beautiful Bastard?

Bridget Jones everywhere

No digo yo que esto siempre esté mal. Hay novelas fantásticas basadas en estas premisas. La saga Valeria, de Elísabet Benavent, por ejemplo, para mí incluso mejora en algunos personajes el cliché de las cuatro amigas. Pero, cuando lees una y otra vez cosas similares, todo cansa. Es como aquellos años post-Crepúsculo en que todo el mundo se enamoraba compulsivamente de vampiros o la época post-Grey, cuando parecía que el sueño de toda muchacha era que le zurraran la badana en un cuarto rojo. Innovemos un poco, joder. Que esto de ser escritor va de tener creatividad. Y os lo digo yo, que creo que no caí en demasiados clichés en mi primera novela, pero... tengo por ahí, en un cajón, a la espera de ser publicada, una historia sobre cuatro amigas que... ya os lo imagináis, ¿no?

Las eternas cuatro amigas

Por supuesto, todo esto que he dicho no es aplicable a todo el mundo. Hay primeras novelas maravillosas e, incluso, muchísimas de las que caen en alguno de estos vicios (les he llamado errores en el título, pero creo que vicios se aproxima más) son fantásticas. Por eso he puesto como ejemplo mi propia primera novela, Pecado, penitencia y expiación. No porque sea fantástica, coño, no me lo tengo tan creído, sino porque no me voy tanto de guay como para ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio (qué guarro me ha sonado siempre este dicho, por cierto). Así que, plis, no os sintáis ofendidas si os veis reflejadas en este post. Al fin y al cabo, que nuestra primera novela tenga defectos y ser conscientes de ellos, significa dos cosas: la primera, que hemos aprendido. Y la segunda... que, si estamos hablando de nuestra primera novela, es porque hay otras novelas posteriores. Y eso, el simple hecho de seguir escribiendo, es la mejor noticia posible. Siempre.

¡Gracias por leerme!

  • Compartir:

Puede que te interese...

4 comments