Voy a empezar diciendo que siempre me he considerado una tía valiente. Lo que algunos darían en llamar temeraria, incluso. No solo no me dan miedo el noventa por ciento de las cosas que a muchas de mis amigas sí se lo dan, sino que ni siquiera entiendo esos miedos. Lo único que me da un miedo atroz son las pelis de terror y las ratas, porque soy tan retrasada mental que le tengo más miedo a la ficción que a la realidad y a algunos animales que a algunos humanos. Supongo que el origen de todo (de lo de no tener miedo, no de lo de las pelis y las ratas) está en una adolescencia rebelde, en la que me negaba a aceptar un exceso de protección y, ya no digamos, la más mínima diferencia con mis amigos chicos. Eran los tiempos en que creíamos que el feminismo consistía en conseguir la igualdad absoluta teniendo que dejarnos nosotras los huevos para ello sin ayuda alguna, y en que del concepto de discriminación positiva solo nos quedábamos con la primera palabra. El caso es que, en aquellos tiempos ya muy lejanos (¿cómo puede hacer veinte años que era adolescente, madre del amor hermoso?), me acostumbré a hacer cosas de esas que estremecen a las madres (a la mía no demasiado, que ella también es bastante temeraria): volver a casa sola de madrugada, no avisar a nadie de si llegaba bien o mal y alguna que otra que no mencionaré por preservar mi ya mermada reputación.