La última vez que me pasé por aquí prometí no volver a hacerlo solo en esas ocasiones en que leo una noticia que me cabrea muchísimo y la extensión de texto que me permiten las redes sociales se me queda corta para la reacción que me pide el cuerpo. Bien, pues... promesa (más o menos) incumplida. Lo que puedo prometer hoy es que intentaré que este texto sea constructivo, pero... viene de un cabreo de hace unas semanas, no os voy a mentir.
Hace unos días leí en las redes sociales de Irene Vallejo (imprescindible su libro El infinito en un junco, por cierto) que el mejor alumno de EvAU —la antigua Selectividad— en Madrid ha decidido estudiar Filología Clásica. No es eso lo que me ha cabreado; eso me ha parecido maravilloso. Pero es que resulta que ese chico, Gabriel Plaza, que ha sacado un 10 en todos los exámenes de la prueba de acceso a la universidad, excepto un 9,75 en Alemán, ha recibido mucho hate en redes por haber hablado públicamente de su vocación hacia las Humanidades y por su elección de carrera.
No voy a entrar en que este mundo está lleno de basura humana, porque eso ya lo sabíamos todos. Que personas teóricamente adultas decidan insultar a un adolescente por cualquier razón ya me parece increíble. Que la razón sea haber decidido estudiar una carrera «sin salidas» demuestra que, obviamente, son sub-gente, así que no pienso dedicarles ni un segundo más. Solo me queda desear que el karma haga su trabajo y punto.
Pero sí me apetece hablar de las salidas de las carreras universitarias, justo en estas semanas en que miles de jóvenes están tomando esa decisión que en ocasiones resulta tan difícil y angustiosa. Y os voy a hablar un poco de mi vida, ya de paso.
Mirad, yo fui siempre una buena estudiante. Quizá no la más trabajadora del mundo (entre discoteca y biblioteca, tenía claras mis prioridades), pero sí aplicada y con especial capacidad para las asignaturas que me gustaban, que solían ser los idiomas y sus literaturas. En mi propia Selectividad, que tampoco es que me currara mucho porque con la nota de Bachillerato me sobraba para entrar en la carrera que quería, saqué más de un 8,5 en las cuatro lenguas y literaturas de las que me examiné (Inglés, Castellano, Gallego y Latín). De los 2,5 y 3 que me marqué en Historia y Arte, mejor hablamos otro día.
El caso es que me matriculé en Derecho. Desde niña, era una apasionada de las series y pelis de abogados y juicios, y creí que esa era mi vocación. Durante mi año de COU (sí, soy pre-LOGSE, aka prehistórica), dudé bastante sobre si no sería mejor que me decidiera por alguna Filología, quizá Clásica, porque de verdad que Latín y Griego se me daban de lujo, ni siquiera sé por qué, la verdad. Pero, al final, tomé la decisión de optar por la carrera que había tenido en mente durante toda mi vida.
Duré tres meses. Y creedme que, cuando jamás has visto un suspenso en tu boletín de notas (excepto en Educación Física, pero de eso también hablamos mejor otro día), el shock que provoca, en ti misma y en tu entorno, llegar al primer cuatrimestre universitario con un pleno de suspensos... es grandecito. En realidad, yo no siento que suspendiera aquellos exámenes de Derecho Político, Historia del Derecho, Derecho Natural y Derecho Romano (sí, recuerdo las cuatro asignaturas perfectamente). Debería haber sido un «no presentado» porque yo estuve en esos exámenes en cuerpo, pero mi alma estaba ausente.
¿Y dónde estaba mi alma? Pues en la facultad de al lado (en aquella época, en la Universidade da Coruña, Derecho y Filología eran facultades contiguas). Tenía algunas amigas que se habían matriculado allí de Filología Hispánica y, cuando venían a tomar café a media mañana y veía sus apuntes, se me caía la baba más que ante las tapas de tortilla que compartíamos. Yo quería estudiar eso. Yo tenía que estudiar eso.
Ni siquiera me molesté en acabar el primer curso de Derecho. ¿Para qué, si sabía que nadie iba a volver a verme el pelo por allí? Dediqué esos meses «muertos» a meterme una sobredosis de inmersión en inglés y a sacarme el carnet de conducir. ¿Os hago un spoiler sobre el resto de mi vida? Prácticamente todos los trabajos que he tenido a lo largo de mi vida laboral los conseguí gracias al nivel de inglés que conseguí en esos meses (y tampoco es que tener carnet de conducir me viniera mal, obviamente).
Al año siguiente, me matriculé en Filología Hispánica, la acabé a curso por año y con un expediente decente. Después, hice un máster en Edición y, como aún no me había saciado de las ganas de profundizar en ese campo, me matriculé a distancia de Filología Inglesa y también la acabé a curso por año y con un expediente aún mejor que el de Hispánicas. Vamos, que, con 27 años, tenía dos carreras y un máster, que es una cosa que a mí, miembro de una generación enferma de titulitis, me parecía la hostia.
Quizá penséis que esta historia acaba aquí y que la moraleja es que estudies lo que te dé la gana sin pensar en las salidas sino en lo que te hace feliz. Y no va muy desencaminada la cosa, pero... la historia no acaba aquí.
Después de licenciarme, me encaminé a la docencia. Claro que sí. Esa es la única salida que todo el mundo coincide en señalar que tenemos los filólogos. OK. Di clases particulares, trabajé en academias, preparé oposiciones y acabé montando mi propio centro de enseñanza. Me gusta la docencia, de veras lo hace. Sé que se me da bastante bien y podría seguir dedicándome a ello el resto de mi vida sin estar amargada. Pero... algo me decía que ese no acababa de ser mi camino.
No me quiero enrollar mucho explicando cómo he llegado al punto profesional en el que me encuentro ahora (entre otras cosas, lo he contado mil veces ya y me hago pesada). Pero sí diré que una serie de carambolas me llevó a escribir mi primera novela, enamorarme de la escritura como jamás en la vida lo había hecho de nada ni de nadie, seguir escribiendo a pesar de que el supuesto éxito no llegara y finalmente acertar con algunos títulos que sí gustaron al público.
Desde hace más de cuatro años, me dedico en exclusiva a escribir. Eso que todo el mundo dice que es imposible... algunos lo conseguimos. Claro que ese «todo el mundo» es el mismo que le dice a un chaval de 18 años que está tirando su vida a la basura si estudia la carrera con la que sueña, porque no tiene salidas. Eso NO es tirar una vida a la basura, joder, claro que no lo es.
Tirar tu vida a la basura es pasarte cuatro años (como mínimo) estudiando asignaturas que aborreces.
Tirar tu vida a la basura es obligarte a estudiar una oposición que te garantice la quimera del trabajo fijo sin tener ni la menor idea de si ese trabajo te va a gustar o no.
Tirar tu vida a la basura es pasarte cuarenta o cuarenta y cinco años de vida laboral aferrado a puestos de trabajo que odias.
Tirar tu vida a la basura es pasar de puntillas por cinco días a la semana y once meses al año, porque solo vives de verdad los fines de semana y las vacaciones.
No quiero frivolizar. Mucho menos siendo consciente, como lo soy, de que soy una absoluta privilegiada. Lo soy por haber nacido en una casa llena de libros, con unos padres que me dieron todo lo que necesité (en lo material y en lo emocional) y en un país del llamado Primer Mundo. Creo muy poco en la meritocracia; suena muy bien, pero todos sabemos que es mucho más fácil que llegue a tener un trabajo fantástico un estudiante mediocre nacido en el barrio de Salamanca que un chico brillante de una familia inmigrante en un pueblo de la España vaciada. Decía que no quiero frivolizar y, por eso, entiendo que muchas veces tomamos decisiones académicas o profesionales a las que nos empuja la necesidad, aunque nuestra voluntad se rebele. Pero no siempre es así. No caigamos en las excusas.
Quizá el mayor de los privilegios de los que hablaba antes que me rodearon mientras crecí fue el de escuchar muy a menudo que tenía que estudiar lo que me diera la gana. Nadie puso mala cara (ni siquiera cara rara) en mi casa cuando cambié el muy prestigioso Derecho por la muy denostada Filología. Sí las vi fuera de casa, claro. Yo misma participé de los chistes tipo «Estoy estudiando 1º de Paro» o «Debería haber una optativa sobre servir cafés, porque es el único trabajo que vamos a tener al salir de la universidad». Pero ¿sabéis qué? Hoy soy una de las poquísimas personas que conozco que está trabajando de lo que estudió. A través de carambolas y destellos de suerte, sí, pero... lo estoy. No dudo que sería una escritora mucho peor si no tuviera formación en Filología (no digo que sea obligatoria, pero en mi caso es el cimiento sobre el que se construye todo lo demás). No dudo que, si tuviera un aburridísimo trabajo fijo, quizá tendría tiempo para escribir en mi tiempo libre, pero estoy casi segura de que me faltarían las ganas.
Ya me callo. No sé si alguien que esté en este momento eligiendo su futura carrera leerá este post, pero, si lo hiciera, me gustaría gritarle que elija lo que le salga de la entrepierna. Estoy firmemente convencida de que tiene más posibilidades de triunfar en la vida un estudiante motivado de Filosofía que uno presionado a estudiar Ingeniería por las salidas. El mundo que estamos dejando a las siguientes generaciones ya está jodido de demasiadas maneras como para que nos tomemos la horrible licencia de cortarles las alas casi antes de que sean mayores de edad. Dejémoslos volar. Dejemos que se equivoquen (o que acierten, que seguro que hay más posibilidades).