¿Por qué los personajes extranjeros hablan como si fueran españoles?
Escrito por Abril Camino - 14 noviembre
Me he pensado mucho si escribir o no esta entrada. Porque a algunas personas quizá les suene a pataleta, y ese no es mi estilo para nada. Llevo años y años preparando una entrada de blog titulada «La difícil relación de un escritor con las críticas» en la que una de las primeras cosas que digo, y que mantendré siempre, es que un lector que se ha gastado los dineros en una de nuestras novelas tiene todo el derecho a expresar su opinión sobre ella. Solo faltaría.
Y prefiero no decir nada sobre los autores que responden airados a malas reseñas en GoodReads y otras redes sociales, porque la mayor parte de las veces siento vergüenza ajena cuando los leo. Por eso no me gustaría que esta entrada se la tomara nadie como una respuesta airada —porque no lo es— a una crítica que, tal vez, es la más repetida en las reseñas sobre mis novelas.
Me considero una persona muy afortunada. Una autora muy afortunada. Las críticas y reseñas de mis novelas suelen ser muy positivas, probablemente mucho más de lo que las novelas merecen. Y cuando me señalan algo negativo, sobre todo si se hace de forma constructiva y con un mínimo fundamento literario (vamos, que no sea un «la protagonista me cae mal»), intento aprovecharlo para aprender y no volver a cometer esos errores.
Solo hay un tipo de crítica que realmente me enfada: las injustas. En esto de la literatura, muchas cosas son subjetivas, así que en ellas tiene poca cabida el concepto de injusticia. Pero hay muchos conceptos objetivos. El día que perdamos de vista que la calidad de una creación literaria se fundamenta en conceptos objetivos (trama, personajes, tono, estilo...) acabaremos por creernos eso de que quien más vende es mejor. Y ahí estaremos perdidos. Por eso, cuando hablo de críticas injustas, me refiero a las que juzgan de forma negativa algo que objetivamente está bien.
Cuando pasé mi primera novela a mis lectores cero de entonces (que eran amigos míos sin ninguna idea del mundo literario), uno de ellos me señaló como el GRAN error de Pecado, penitencia y expiación que había omitido todas las tildes en los pronombres demostrativos y en el «solo» adverbial. En ese caso, le expliqué que la última versión de la Ortografía de la RAE los eliminaba y que era correcto como lo había escrito yo. Y fin del tema. Pero si esa hubiera sido una crítica pública, sería un buen ejemplo de a qué me refiero con críticas injustas.
Os estaréis preguntando qué tiene que ver este gigantesco prólogo con el título de la entrada. Y ahí va: en las reseñas de muchas de mis novelas, especialmente en las de La petición de Olivia, varias personas me han criticado que los personajes de la novela (nacidos en Estados Unidos) hablen como si fueran españoles.
El tema da para mucho, ya os lo advierto, por si decidís (quizá sabiamente) dejar de leer aquí. Avisados quedáis.
Empiezo por remitirme a otra crítica, una que recibía de vez en cuando en la época en la que escribí bastantes novelas new adult seguidas ambientadas en Estados Unidos. Y que he visto mucho fisgando las reseñas de GoodReads y Amazon de otras novelas. Que por qué irse al extranjero a ambientar una novela. Que si se había puesto de moda ambientar libros fuera de España. Que no entendían esa tendencia.
Hay veces en que me cuesta un esfuerzo sobrehumano no contestar con prepotencias. Bueno..., la verdad es que no me esfuerzo nada en ello. Así que ahí va mi respuesta: sí, se ha puesto de moda ambientar novelas fuera del país de origen del autor. Lo puso de moda un señor que se llamaba William Shakespeare y que estaba tan obsesionado por las últimas tendencias comerciales que ambientó Hamlet en Dinamarca, Romeo y Julieta en Italia o El Rey Lear en Bretaña. Qué cabrón el Willy, ¿no? Ahí, tó obsesionao con ser cool.
Cuando leía aquellas cosas, no podía dejar de preguntarme cuál es el límite de kilómetros a los cuales puedo ambientar una novela. ¿Tengo que ambientar todas las mías en España? ¿En Galicia? ¿En Coruña? ¿Portugal vale? Porque tal vez si a alguien le parece mal que mis personajes vivan en Nueva York tampoco le haga gracia que lo hagan en Cartagena. No sé...
El caso es que una crítica y la otra, sin ser lo mismo, están relacionadas, en cierto modo. En el momento en el que tomamos la (difícil) decisión de llevarnos una trama a Nueva York, Londres o Tokio, por poner algunos ejemplos, toca redoblar esfuerzos. Hay que currarse la documentación, hay que tener en cuenta las costumbres de otros lugares y otras sociedades, hay que leer mucho y hacer búsquedas en Google de esas que hacen que todas tengamos oculto nuestro historial de navegación para que nadie lo vea y piense que hemos enloquecido. Supongo que a nadie se le escapa que, para cualquier autor, sería muy sencillo escribirlo todo ambientado en su ciudad. En mi opinión (absolutamente personal y desde el respeto hacia quien lo haga), también es terriblemente aburrido.
Pero esa documentación, y esta es la parte clave de lo que pretendo decir, no incluye el lenguaje. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque no vamos a escribir la novela en el idioma de los personajes. Si yo hubiera escrito La petición de Olivia en inglés (jamás se me ocurriría tal cosa), por supuesto que habría tenido que documentarme sobre la forma propia de hablar de los habitantes de Nueva York, los modismos propios de Texas (y de Austin, en concreto, de donde son los protagonistas) de los cuales probablemente no se habrían acabado de deshacer a pesar de llevar décadas fuera de la ciudad e incluso del argot en inglés propio del mundo de la moda, en el que se mueven profesionalmente. Y por supuesto, si mis personajes fueran hispanohablantes (no es el caso), tendría que trabajar mucho, muchísimo, la variedad dialectal del español de Estados Unidos (de Nueva York, en concreto; puede que hasta del barrio específico en el que vivieran).
Pero es que no he escrito la novela en inglés. La he escrito en español. Y los personajes no son hispanos. Son medio texanos, medio neoyorquinos. Y eso implica que, por supuesto, tengo que respetar esos usos y costumbres norteamericanos aprendidos en la documentación (o en la vida, en general), pero no un lenguaje especial que sería... ¿qué? ¿Algo a medio camino entre el castellano y una traducción literal del inglés?
No es esa la única duda que me surge. También me pregunto si esto solo se aplica a las novelas ambientadas en lugares de cuya cultura recibimos una constante influencia, sobre todo a través de lo audiovisual. Vamos, Estados Unidos y, si me apuras, un poco Londres. Y ya. De ahí la siguiente duda: ¿cómo tendrían que hablar unos personajes míos en una novela ambientada en Birmania? ¿A medio camino entre el castellano y una traducción literal del birmano que nunca nadie jamás ha visto?
También me pregunto en qué momento hemos considerado que el español neutro (o el adjetivo que queramos utilizar para referirnos a lo que consideraríamos correcto como forma de expresarse de unos personajes norteamericanos en una novela escrita en español) es esa cosa extraña y horrible que nos llega a través de muchas películas y series de televisión (no todas, por supuesto). ¿Soy la única que piensa que hablan como marcianos? ¿Que después de presenciar un atentado terrorista NADIE en su sano juicio diría en español «¡Malditos bastardos!»? Lo hemos asumido como algo natural (cuando es lo más artificial del mundo), pero, si no estáis de acuerdo conmigo, imaginad a vuestros amigos hablando como los personajes de, por ejemplo, Friends. Sí, a ese amigo superligón diciéndoles a las chicas «¿Cómo va eso?». Si con esa táctica infalible consigue no llegar virgen a los cuarenta y tres, será porque es muy guapo.
Por supuesto, la clave, como en casi todo, suele estar en la moderación. Y en comprender las renuncias que toca hacer. El lenguaje coloquial, por ejemplo, se verá reducido porque no podemos utilizar referentes reales, locales. No tendría ningún sentido que Olivia, una empresaria texana residente en Nueva York, le dijera a su amiga Becky: «Eres más vieja que la duquesa de Alba». Tampoco tendremos el recurso de frases, modismos o expresiones muy dialectales. Volviendo al ejemplo anterior, no sería normal que Becky le contestara: «Cállate, que no tengo el chichi pa' farolillos» (en realidad, esto no tendría sentido tampoco en el noventa y nueve por ciento de los personajes españoles).
Hay muchas reglas comunes que deben cumplir la creación literaria ambientada en el extranjero y la traducción de una novela (que también es una forma de creación literaria). Hace muchos años que no me dedico profesionalmente a la traducción y nunca lo he hecho de forma regular con obras literarias, pero algo de las normas recuerdo. Y una de las normas que todos los que alguna vez tradujimos sabemos es que los modismos no se traducen de forma literal, sino que se adaptan a uno equivalente en el idioma de destino.
Una de las primeras veces que leí esta crítica de que mis personajes americanos hablan como si fueran españoles ponían como ejemplo varias frases de la novela (no recuerdo cuál era, uno de mis primeros new adult). Una de ellas era que los protagonistas decían en un determinado momento de la trama «llueve a cántaros». Me criticaban que «Son de Nueva York, pero hablan como si fueran de Santander». Por supuesto, en inglés existe un modismo equivalente a «llover a cántaros». Es «it's raining cats and dogs». Literalmente, se traduciría como «llueven gatos y perros». ¿De verdad debería haber dicho que «Aquella noche en Nueva York llovían gatos y perros»? Ya contesto yo: NO. Y si no puedo decir que llueven gatos y perros ni tampoco que llueve a cántaros (no vaya a pensar alguien que los personajes son de Santander), ¿qué opción me queda? ¿Decir que «llovía mucho»? Sí. De acuerdo. Pero entonces nos cargamos toda posibilidad de recurrir a modismos, expresiones e intensificadores que den expresividad a la narración o el diálogo.
Y aquí llegamos a lo que, para mí, es la clave del asunto. Y es que parece que se nos ha olvidado que lo que convierte a un autor en mejor o peor escritor es su estilo. Las grandes tramas y los personajes inolvidables también son mérito suyo, sí, pero esas cualidades construyen novelas magníficas. Pero la medida del talento, valía o calidad de un autor viene de su estilo. Volviendo al ejemplo del principio, si Shakespeare hubiera escrito Hamlet pensando en que nadie le criticara que el protagonista hablara más como un príncipe inglés que como uno danés, habría tenido que renunciar a su estilo. Si hubiera tenido que preocuparse de que Julieta hablara con modismos veroneses traducidos literalmente al inglés, o bien con el lenguaje más neutro posible, habría tenido que renunciar a su estilo. Y así sucesivamente con todas sus comedias, tragedias y, aunque en menor medida, sus dramas históricos. No es que quiera jugar a pitonisa, pero... presiento que ninguno habríamos oído hablar de Shakespeare de haber sido así.
No es que pretenda yo compararme con Shakespeare, no vaya a ser que alguien me malinterprete. Pero la esencia del asunto es la misma para todos los que nos dedicamos a este oficio. Puede ser el mejor de la historia de la literatura universal, como el de él, o una mierdecilla, como el mío, pero lo que define a un escritor es su estilo, su tono, su uso del lenguaje. Si cada vez que escribimos una novela tuviéramos que disfrazarlo para que se adapte a cómo se supone que creemos que debería hablar un personaje norteamericano, japonés o sudafricano, no tendríamos estilo. Si preferimos dejarlo todo en un lenguaje neutro para asegurar, no tendríamos estilo. Si ambientáramos todas nuestras novelas en nuestro lugar de nacimiento para no enfrentarnos a este dilema, tendríamos unas limitaciones que son difíciles de conciliar con la libertad creativa.