Los escenarios de mis novelas románticas y los tres amores de mi vida
Escrito por Abril Camino - 15 octubre
Hace ya algún tiempo que decidí empezar con esta serie de entradas sobre los escenarios favoritos de mis novelas románticas. Por si os lo perdisteis en su día, comencé, cómo no, con París (10 lugares en los que enamorarse de París 1/2 y 10 lugares en los que enamorarse de París 2/2). Sí, lo sé, no me van a dar el premio a la originalidad en la ambientación de mis novelas. Los dos primeros escenarios en los que las ambienté fueron París y Nueva York, Trilladísimo, soy consciente. Pero es que... ¿hay acaso algún lugar en el mundo mejor que estas dos ciudades? Yo me atrevo a susurrar que Londres, pero, de momento, ninguna trama me ha llevado allí.
Una buena receta |
Los tres amores de mi vida en imágenes muy cuquis |
La imagen icónica de Londres. En próximas entradas... mis rincones secretos |
El primer amor es maravilloso, pero el último es el que cuenta. Ese del que te morirás enamorada porque, simplemente, sabes que ha sido el gran amor de tu vida. Ese es París. Desconfío de esas relaciones que empiezan en la adolescencia y se mantienen inalterables toda la vida. No digo que no sea maravilloso pasar toda la vida enamorada de tu primer amor, pero tengo un culo demasiado inquieto para poder permitírmelo. Supongo que cuando tu gran amor llega a tu vida, lo sabes. Quizá lo sepas incluso antes de conocerlo, dando sentido a ese cliché tan de novela. A mí me ocurrió con París. Desde muy joven, sabía que el día que sus ojos y los míos se cruzaran, entraríamos en una espiral de amor puro que nada podría romper. Pasé muchos años viviendo amores de un par de noches. Me enamoré de Bruselas, pero no lloré al decirle adiós; tuve una aventura desenfrenada con Estocolmo, pero nadie salió herido; Amsterdam me rompió el corazón, pero se me curó poco después de subirme al avión... Estaba, simplemente, esperando que llegara él. El amor de mi vida. Tenía casi treinta años la primera vez que vi París y ya había conocido casi todos los países de Europa. En el avión, me sentía como una enamoradiza damisela victoriana de camino a conocer al marido que sus padres había elegido para ella. París tenía que ser el gran amor de mi vida, y me aterrorizaba que me decepcionara. Llevaba demasiado tiempo guardándome para él. Pero no decepcionó. Pasé diez días en París, en medio de la mayor ola de calor de los últimos cien mil años, y ni eso ni ninguna otra cosa impidió que supiera que jamás la iba a olvidar. Aquel viaje fue mi luna de miel, y el artista anteriormente conocido como mi marido y yo, en pleno ataque de moñez, nos prometimos regresar allí a celebrar a todos nuestros aniversarios. La promesa nos duró dos años, poco menos que el matrimonio en sí, pero esa es otra historia. Incluso una vez, en un viaje de ensueño en que me enamore (un poco) del valle del Loira y sus castillos, tuve que hacer una escapada a encontrarme con París. Fueron muchas horas de coche para un encuentro que me dio para ver la Torre Eiffel por enésima vez y poco más, pero no podía tener la ciudad tan cerca y no regresar a jurarle mi eterna pleitesía. No puedo engañar a nadie: París es el amor de mi vida.
Nueva York llegó en la edad madura. Me pasé años renegando de la ciudad. Siempre he querido ser la viajera alternativa, y Nueva York me parecía demasiado cliché. Mirad dónde ha quedado la viajera alternativa, enamorada de tres topicazos como París, Londres y Nueva York. En fin... Al final, un día me rendí a la opinión general y decidí conocer Nueva York. Y la ciudad llegó como esa aventura desenfrenada que te empotra contra una pared cuando ya no esperas que esas cosas te pasen a ti. Me enamoré de esa masa informe de cemento y personas hasta tal punto que olvidé que un día había amado a París. Sí. Le fui infiel al amor de mi vida. Le fui infiel en el mismo momento en que me colé en una capilla de una calle perdida de Harlem, no porque siga queriendo ser alternativa sino porque no encontré la que recomendaban para turistas. Le fui infiel cuando descubrí que me sentía como en casa engullida por la masa de commuters de Grand Central. Le fui infiel evocando a Lennon ante el edificio Dakota. Debía pensar en París, pero ya no podía, no sabía ni quería. Nueva York me golpeó fuerte. Tanto, que no tardé ni un año en regresar y dejar que me llevara a los mismos lugares y que me descubriera otros completamente diferentes.
Dios mío... ¿Pero cómo se puede no amar París? |
Y lo peor es que parece fea... |
Una de mis escenas favoritas de mi primera novela |
LA escena de Pecado, penitencia y expiación |
¡Nos vemos pronto!
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