Madrid,
junio de 2026
Mariana añoraba los tiempos del folio en
blanco. Cuando estaba en la universidad y hacía sus primeros pinitos juntando
palabras, siempre era un folio en blanco lo que se interponía entre ella y su
objetivo. Tenía ya un portátil por entonces, pero siempre había asociado el
acto de escribir a algo más íntimo, algo que encajaba mejor con el sonido del
bolígrafo rozando el papel que con el pulsar rítmico sobre un teclado.
Con el
tiempo se acostumbró al Word. También a que la mitad de las horas que debería
dedicar a escribir se le fueran en vistazos no siempre fugaces a las redes
sociales. Pero seguía sin sonarle bien eso del «folio en blanco» cuando en
realidad era un monitor iluminado lo que tenía delante.
El reloj de la esquina inferior derecha de la pantalla marcaba las 11.28 y Mariana había empezado su jornada a las 8.00, como cada día desde hacía ya años. Balance: cuatro tazas de café americano y diecisiete palabras escritas.
«Era un martes de principios de verano y a Laura el sudor le resbalaba bajo la mascarilla».
Hasta ahí había llegado su inspiración.
Sabía lo que
le ocurría. Tenía muy presentes algunas conversaciones con su editora y las
veintiocho últimas que había mantenido con su mejor amiga, que a aquellas
alturas ya debía de haber convalidado la asignatura de Psicología para
escritores, suponiendo que a algún iluminado decano se le hubiera ocurrido
introducirla en el plan de estudios de una facultad.
Odiaba la
nueva normalidad. Odiaba los últimos seis años. Con muchísima dificultad, había
logrado acostumbrarse a las mascarillas, el gel hidroalcohólico, las alertas de
la app de rastreo en su móvil, la
limitación de viajes, los confinamientos temporales que siempre llegaban en el
momento más inoportuno y la distancia de seguridad con la gente a la que
quería. Con mucho esfuerzo, pero sí, había conseguido adaptar su vida a esas
normas, como había hecho casi todo el mundo ya, porque tampoco había quedado
más remedio.
Pero odiaba
con toda su alma que esa puta nueva normalidad (se le escapaba demasiado a
menudo el primer adjetivo malsonante) se hubiera colado en sus novelas.
—Necesitamos un cambio de mentalidad, Mariana.
Ya no tiene sentido escribir sobre abrazos espontáneos, besos a desconocidos o
flirteos en una discoteca. ¡No puedes seguir diciendo que el protagonista se
quedó mirando los labios carnosos de la chica! —le había dicho su editora cuatro años atrás.
—Ya lo sé, Mayte, es una frase manida y
hortera. Le daré una vuelta para…
—Pero ¿qué tonterías dices? ¡No me refiero a
eso!
—Me temo que me he perdido, entonces.
—¿Es que no te has dado cuenta? ¿Cómo va
alguien a mirar los labios de una persona con la que no convive? ¡Ella estaría detenida
por no llevar mascarilla delante de un desconocido!
Así había
empezado todo, con una reunión en el despacho de su editora en la que se habían
gestado las nuevas normas de lo que debía escribir. Otros métodos de seducción,
otras formas de conocerse… Lo que experimentaban millones de personas en todo
el mundo desde que un virus de nombre regio había dado un puñetazo en la mesa y
había cambiado las reglas del juego. Los autores más vendidos del género ya se
habían adelantado. Escribían ficción contemporánea, no tenía sentido continuar
introduciendo escenas tan pasadas de moda como un beso fruto de una pasión
espontánea entre desconocidos o un coqueteo entre dos personas que se han
sentado demasiado juntas en el autobús. Esas cosas ya no ocurrían.
Habían
pasado cuatro años desde aquella conversación y Mariana no podía quejarse.
Había publicado tres novelas en ese tiempo y se habían vendido bien. Sin
aspavientos; ya había asumido mucho tiempo atrás que no ganaría nunca el
Pulitzer ni se podría comprar una mansión con los royalties que recibía cada comienzo de año. Tampoco aspiraba a
ello. En realidad, ella solo soñaba con poder seguir viviendo de la escritura,
sin tener que compaginarlo con otro trabajo más rentable, como les ocurría a
muchos de sus compañeros. Y eso lo seguía consiguiendo. Pagaba el alquiler, sus
gastos y se permitía algún capricho de vez en cuando. Si conseguía mantener el
ritmo de una novela publicada al año, eso no tendría por qué cambiar. Su
público era fiel.
Claro que...
mantener su ritmo de publicación resultaba complicado si tenía en cuenta que
faltaban veintisiete días para la fecha límite de entrega de su siguiente
manuscrito, ya eran las 13.16 y su balance había subido en un café más —acabaría
por darle un infarto antes de los cuarenta, lo tenía claro—, pero se mantenía
intacto en diecisiete palabras.
«Era un martes de principios de verano y a Laura el sudor le resbalaba bajo la mascarilla».
A la mierda.
—A la mierda
—repitió en alto su pensamiento.
***
El teléfono sonó en casa de Mariana
veintiocho días después de aquel mediodía en que decidió mandar a la mierda las
normas. Sabía que sería su editora mucho antes de ver su nombre en la pantalla
del móvil. Siempre leía lo que le enviaba en cuanto lo recibía; no en vano ella
había sido su lectora antes de ficharla para la editorial. Eran los tiempos en
que Mariana solo escribía en su blog y aquella recién licenciada en Filología
que acababa de aterrizar en una editorial con su primer contrato de trabajo dio
con ella en una noche de insomnio. Lo que vino a continuación fue una relación
profesional, y también de amistad, que duraba ya una década. Aunque, por la
primera frase que le dirigió en aquella llamada, ambas cosas, la relación
profesional y la amistad, parecían pender de un hilo.
—Pero ¿qué
cojones te crees que has hecho, Mariana? —Los enfados de Mayte eran ya célebres
en las oficinas de la editorial; cuando algo se torcía, de su boca solía brotar
tal riada de palabras malsonantes que ya nadie se sorprendía—. ¿Te das cuenta
de que, si quiero publicar esto que has escrito, tendremos que encuadrarlo en ciencia
ficción? ¿Y entiendes que eso implicaría un cambio total en el plan de
marketing, además del rechazo probable de muchos de tus lectores?
—¿Cuándo
empezamos a llamar ciencia ficción a los abrazos, Mayte?
—Joder, te
he pillado romántica esta mañana. Lo que me faltaba…
—Es eso, Mayte.
—Mariana tiró su órdago—. Eso o nada. No quiero seguir escribiendo historias
que no me emocionan; que ni siquiera entiendo cómo pueden emocionar a alguien.
—Pues lo
hacen y lo sabes. Igual que sabes que es imposible publicar este manuscrito y
que funcione. Ya nadie concibe el amor como lo hacíamos antes del 2020. ¿Es que
no lo ves?
—Lo vivo a
diario, te recuerdo. —Mariana resopló—. A ti al menos la pandemia te pilló
casada y no has tenido que pasar por citas en las que, antes de quedar, tenemos
que enviarnos por mail los resultados
de una PCR negativa.
—¡Pues eso
es lo que los lectores quieren ver en la ficción! Lo que viven a diario, las
dificultades para enamorarse, algo con lo que se puedan identificar. —Mayte
hizo una pausa antes de seguir hablando y, a continuación, relajó su tono de
enfado y cambio a uno meloso que Mariana sabía que utilizaba siempre para
convencerla de pasar por algún aro que a ella se le hacía demasiado estrecho—.
La historia es buena. Laura es quizá tu mejor protagonista. Si lo piensas bien,
no supondría tanto trabajo adaptarla a lo que te pedimos. Meter unas
mascarillas por aquí, una distancia de seguridad por allá… Estoy dispuesta a
revisar el manuscrito contigo línea a línea y ser flexible con el plazo de entrega.
—Le he
hablado a Luis de mi idea. —Hubo otra pausa en la conversación; esta vez, fue
más tensa. Luis Abellán era el editor jefe del sello rival. Mayte estaba
acostumbrada a competir con él a diario: por fichar a nuevos valores
emergentes, por contraofertar a los autores consolidados, por meter el mayor
número posible de títulos en las listas de más vendidos… Era agotador. Mariana
había conocido a Luis unos años antes, en un cóctel literario al que la habían
invitado, y, desde entonces, siempre la rondaba para llevársela a la
competencia—. Si vosotros no queréis el manuscrito…, mucho me temo que ellos
sí.
—No sé cómo
me sienta que mi rival conozca las ideas de uno de mis autores en nómina antes
que yo, sinceramente, Mariana.
Mayte se
había enfadado de verdad. Y eso solo podía significar una cosa: se lo había
creído. ¡Y era mentira! A Mariana estuvo a punto de darle la risa al ser
consciente de que su farol estaba funcionando, pero una carcajada en aquel
momento, durante ese silencio tenso, no habría sido lo más apropiado. La
realidad era que hacía al menos cuatro meses que no hablaba con Luis Abellán;
solo intercambiaban likes en las
redes sociales, pero eso nadie tenía por qué saberlo. Mucho menos Mayte.
—Está bien,
Mariana, tú ganas. —Mayte resopló; sabía que había perdido aquella batalla—. Pero
no te puedo prometer que la tirada vaya a ser la habitual. Es un cambio de
género muy radical, imagina una oferta económica similar a la que tuviste en tu
primera novela.
—Está bien.
—Mariana sabía que en algo tenía que ceder. No le importaba empezar, de algún
modo, de cero. Ya había funcionado una vez y, en el fondo, ella tenía una gran
confianza en que a sus lectores les gustaría aquella nueva propuesta, más
parecida a sus novelas iniciales que a lo último que había publicado—. ¿Nos
ponemos en marcha, entonces?
—Sí. Lo meto
ya a corrección y en unos días te envío algunas propuestas de portada.
El tono de
Mayte era seco y Mariana sabía que seguiría siéndolo durante días. Quizá para
siempre, salvo que la novela acabara cumpliendo las expectativas o hasta que le
enviara un nuevo manuscrito que siguiera
las nuevas normas, aunque eso no tenía pinta de ir a ocurrir en un futuro
próximo. Se despidieron con algunas frases de compromiso más y Mariana decidió
disfrutar de las dos semanas de vacaciones que siempre se concedía tras enviar
un manuscrito.
Llevaba
tantos días inmersa en la escritura del manuscrito, aislada del mundo real, que
empezar a planear sus vacaciones fue un baño de realidad que no necesitaba.
Consultó en la web habilitada para ello las áreas sanitarias de España que estaban
cerradas en ese momento, las que comenzaban a presentar cifras preocupantes y
las que estaban limpias, y seleccionó un destino de costa al azar entre esas
últimas. Las fronteras llevaban cerradas algo más de un mes, porque, aunque el
último brote había afectado menos a España que algunos anteriores, había varios
países de Europa en estado de máxima alerta. A Mariana estuvo a punto de
escapársele una lágrima cuando recordó los tiempos en que viajar era tan
sencillo como encontrar un vuelo a precio decente y un hotel con una buena
puntuación en Booking… Se repitió una, dos, tres veces el mantra que la había
acompañado durante los últimos seis años: «Lo único importante es la salud. Tú
estás bien. Tu familia y amigos están bien. No llores por lo que ya no va a
volver». Le funcionó solo a medias.
Mientras
reservaba en su móvil un apartamento con las máximas garantías de
higienización, apareció en su pantalla una notificación de la app de citas que usaba habitualmente.
«Hay nuevos usuarios con PCR negativa en tu zona. ¡Desliza a la izquierda para
conocerlos!». Resopló. Confirmó los datos de su tarjeta de crédito para hacer
efectiva la reserva del alojamiento, ignoró la notificación y tiró su móvil
sobre la mesa del escritorio. En tres días se iría a la costa de Levante, pero
el primer regalo que pensaba concederse después de la conversación con su
editora sería una siesta. Se tumbó en el sofá y cruzó los dedos para despertar
de mejor humor.
***
Cuatro meses después de enviar aquel
manuscrito, La sombra de los amores
olvidados salió a la venta. La presentación fue virtual, como eran todas en
los últimos años, aunque Mariana consiguió convencer a la editorial para que
organizaran un pequeño evento con solo unos pocos fans invitados y todas las
medidas de seguridad necesarias. Tenía miedo a que, si algún día dejaba de ver la
ilusión en los ojos de sus lectores cuando sostenían entre las manos por
primera vez su nuevo libro, a ella misma se le borrara la suya por publicar.
—Bueno… pues
ya está. —Mayte la miró con ese gesto de decepción que ya se había convertido
en costumbre desde que se habían sumergido en la guerra fría resultante del
órdago de Mariana—. ¿Nos tomamos un gin-tonic
para celebrarlo?
—Es
tradición ya, ¿no? —Mariana le sonrió y esperó que sus ojos transmitieran ese
gesto que quedaba oculto por la mascarilla—. Espera, que miro en la app cómo está el aforo de los bares por
aquí.
El gin-tonic pronto se convirtió en una noche
de celebración, aunque Mayte siguiera sin tener muy claro que aquel lanzamiento
no se convirtiera en el mayor fracaso de su trayectoria como editora. En un
momento concreto de la madrugada, entre la segunda y la tercera copa, si a
Mariana no la engañaba su incipiente resaca, la editora incluso le había
confesado que le parecía muy valiente haberse atrevido a ambientar una historia
así en un presente cuya realidad era tan diferente. El recurso fácil habría
sido poner una excusa para que la trama se desarrollara en 2015 o 2019, cuando
todos aquellos besos espontáneos y citas sin distancia de seguridad habrían
sido verosímiles. Pero ella tenía que pensar como editora, y cualquier riesgo
era… eso. Un riesgo.
Mariana aún
no había conseguido abrir del todo los dos ojos cuando oyó el sonido de su
móvil y lo dejó pasar. Su prioridad aquella mañana era despegar de sus pestañas
todo aquel eyeliner reseco y
conseguir que su aliento dejase de apestar a taberna. Cuando al fin había
conseguido dejar limpio su ojo derecho, el móvil volvió a sonar. Y esa vez ya
no se detuvo. Una llamada se encadenó con otra hasta que Mariana se rindió a la
evidencia y tuvo que responder. El nombre de Mayte en la pantalla la
sorprendió; su editora era de las que solía dormir hasta tarde cuando la noche
se alargaba.
—¡Joder,
menos mal! —protestó cuando Mariana al fin respondió—. ¿¿Qué hacías??
—Despintarme
un ojo. —Mariana bostezó a mitad de frase. Se fijó en el reflejo que le ofrecía
el espejo del recibidor, con un ojo pintado y otro no, y le dio la risa al
imaginarse que era un arlequín—. Lo que estaría haciendo con el otro si no
hubieras empezado a llamarme como una psicópata.
—¿Has
entrado en las redes hoy?
—Ni siquiera
saqué el móvil del bolso anoche, Mayte. ¿Qué pasa?
—Siéntate.
—Estoy
sentada —mintió Mariana, a la que ya se la comía la curiosidad por saber qué
estaba pasando.
—El ebook de Laura —Mariana y Mayte nunca
llamaban a las novelas por su título; se habían acostumbrado a mencionarlas por
el nombre de su protagonista femenina— está en el número uno de Amazon, el dos
en Google Play y también el uno en iTunes.
—¿Qué?
—Laura nunca había conseguido algo así; su récord había sido entrar en el top 10 de Amazon, pero solo durante
algunas horas en un día de lanzamiento unos años antes—. ¿Estás segura?
—Segurísima.
Y no es solo eso. Me han llamado hace una hora de la editorial…
—Ya decía yo
que no podías haberte despertado tan temprano por ti misma…
—Déjame
hablar. Me han llamado de urgencia para decirme que las ventas en papel están
disparadas. Estamos a punto de vaciar el almacén y ya he encargado una segunda
tirada más amplia que esta.
—¿En serio?
—No, es la
puta broma con la que me apetecía sacarte de golpe la resaca. —A Mayte se le
escapó una carcajada seca—. ¡¡Pues claro que es en serio!!
—Dios mío…
—Entra en
las redes y en las webs de reseñas, en serio. Odio tener que reconocer que
estaba equivocada, pero el comentario estrella es algo así como «menos mal que
alguien nos recuerda cómo era la vida antes de que pasara todo esto».
—No voy a
decir «te lo dije», pero…
Se
despidieron entre risas y protestas por lo que la resaca provocaba en cuerpos
mayores de treinta y cinco. Mariana estaba impaciente por leer todos los comentarios
de lectores sobre su novela, a pesar de que hacía ya unos años que se había
prometido que no dejaría que le afectaran, ni para bien ni para mal. No quería
que se le subieran a la cabeza las reseñas positivas ni que la hundieran en la
miseria las que no eran tan benevolentes. Pero aquella mañana… no pudo
evitarlo. Estaba muy orgullosa de haberse atrevido con una historia como la de La sombra de los amores olvidados y
pensaba saborear durante un rato las mieles del éxito.
Después de
una comida hipercalórica, una siesta revitalizadora y una ducha en la que se
recreó a placer, Mariana se planteó bajar a dar un paseo. A pesar de que
llevaba tiempo planeando mudarse a la sierra, porque el balcón de su
apartamento ya no era suficiente para soportar con ánimo los confinamientos, seguía
aferrada a la vida en el centro. Quizá ese era su mayor problema: que se
aferraba al pasado, a aquel en el que un paseo por el centro era placentero
siempre. Acabó por descartarlo; mantener las distancias de seguridad en la zona
de Gran Vía o Sol seguía siendo difícil, por más que cada año varias decenas de
miles de habitantes abandonaran la zona buscando la tranquilidad, el espacio y
la libertad que daban las casas en las afueras. No es que quisiera rendirse a
la autocomplacencia, pero le apeteció más quedarse revisando las redes y los
sitios de venta de su novela. A media tarde, había tenido que silenciar su
móvil porque no dejaban de llegarle notificaciones y mensajes de felicitación.
Cuando
recuperó el teléfono de la encimera de la cocina, donde lo había abandonado
antes de la siesta, el corazón se le saltó un latido. Puede que fueran varios y
el infarto prometido por el exceso de cafeína estuviera ya en camino. Había
cientos de notificaciones de cada una de sus redes sociales, pero todas
parecían estar caídas; ni Facebook, ni Twitter ni Instagram respondían. Pasó a
continuación al WhatsApp, pero cuando vio que tenía más de dos mil mensajes,
entre los privados y los de diferentes grupos, se agobió y decidió posponer las
respuestas para un rato más tarde. Lo que más la asustó fue encontrar más de
cincuenta notificaciones de las diferentes apps
que gestionaban desde hacía seis años la puñetera nueva normalidad: la de
rastreo de contactos positivos, la de consultas de salud, la de aforo en
locales de hostelería, cines, teatros y museos; la de teletrabajo; la de nuevas
aperturas o cierres de áreas sanitarias… y otras mil más. Pero tampoco
respondían. Mariana llegó a la conclusión de que o bien el sistema operativo de
los iPhone había colapsado, o bien algo muy gordo había pasado en las horas que
ella se había pasado entre los brazos de Morfeo y los chorros relajantes de su
ducha. Así que decidió encender la tele.
Y allí
estaba la noticia. En todas partes. Hacía ya algunos meses que se hablaba con
esperanza de una nueva vacuna, una que diera mejores resultados que las cinco o
seis con las que se había experimentado en los últimos años, que habían acabado
por ser un fracaso. Pero Mariana —y, como ella, la mayoría de la población—
había decidido no ilusionarse. Ya habían vivido demasiadas veces la emoción por
recuperar la vida normal para acabar
llevándose una decepción unos cuantos meses después. Ella ya ni siquiera seguía
las noticias; se habían convertido en una mezcla de fake news, sensacionalismo y espectáculo en medio de la cual era
dificilísimo discernir qué información era real. El día que vio en televisión
el anuncio de un nuevo reality show
cuyos participantes serían personas contagiadas, ingresadas en una UCI
especialmente habilitada para el espectáculo televisivo, puso a la venta la
tele en Wallapop, aunque era tan desgraciada que ni siquiera había recibido una
sola oferta por ella. Al menos, aquella tarde el aparato la había salvado de
ser la última habitante del planeta Tierra en enterarse de que el mundo tenía
al fin algo que celebrar.
Aunque la
realidad sanitaria del planeta, su profesión y su propio carácter la habían
convertido en una persona un poco antisocial, Mariana quiso compartir aquella
tarde histórica con la gente que le importaba. Abrió al fin el WhatsApp y leyó
en diagonal los mensajes que había recibido, que a aquellas horas eran ya más
de tres mil, todos centrados en un único tema.
«Parece que
la última vacuna ¡¡¡¡sí funciona!!!!».
«Poned la
tele, está en todos los medios».
«Dicen que
el lunes empezarán a enviar a nuestras apps
la cita para pasar por el centro de salud a vacunarnos»,
«¡¡A mí ya
me ha llegado!!».
«Está
hablando el ministro de Sanidad. ¡¡Dicen que es probable que en menos de un mes
se recupere la vida normal!!».
«Yo ya no sé
si seré capaz de tomarme un vino en un bar sin mascarilla ni control de aforo».
«¡¡A lo
bueno tardaremos menos en acostumbrarnos!!».
«Siete
millones de dosis a la semana. ¡¡En menos de dos meses estaremos todos
vacunados!!».
Mariana
hasta se mareó a medida que iba leyendo y respondiendo de forma escueta a los
más cercanos. Estaba demasiado descolocada. ¿De verdad era posible que la vida
volviera a ser lo que recordaba? ¿Que recuperaran todo lo perdido en lo que iba
de aquella maldita década?
«Por cierto,
Mariana, ¡¿cómo va el libro?!».
Mariana se
sobresaltó al leer el mensaje de su hermana. Por un momento había olvidado que
aquel era un gran día para ella. Lo era para toda la humanidad, si la noticia
que poblaba la escaleta de todos los canales de televisión no resultaba ser un
bluf temporal, pero para ella… lo era por dos motivos. Se despidió de su madre,
sus hermanos y un par de amigos cercanos, prometiéndoles una birrollamada al día siguiente, cuando la
euforia estuviera en un punto menos álgido. Y entró en las webs de venta de su
novela, para comprobar si aquella revolución que se estaba viviendo en las
últimas horas había pinchado el globo de éxito. No parecía que, mientras la
noticia más esperada de la historia reciente de la humanidad saltaba a los
medios, pudiera haber mucha gente preocupada por comprar una novela.
Intercambió un par de mensajes con Mayte sobre el asunto, pero La sombra de los amores olvidados seguía
presidiendo los rankings de ventas.
A las doce y
media de la noche, decidió irse a dormir. Estaba agotada; las últimas
veinticuatro horas parecían haberse multiplicado por mil. Le habían pasado más
cosas en ese día que en todos los meses —puede que años— anteriores. Antes de
irse a la cama, sin embargo, decidió echar un último vistazo a Amazon. No se lo
confesaría a nadie, pero se había enganchado un poco a eso de actualizar el top de ventas y verse en lo más alto.
Quizá, cuando se publicaran en prensa las listas de más vendidos en librerías
de esa semana, acabaría por recortar la página del periódico y salir a la calle
con ella pegada a la frente. Se preocupó un poco cuando vio que varios libros
de la clasificación aparecían en gris, con una equis enorme en el lugar de la
portada y un mensaje de «producto en proceso de actualización». Quiso
olvidarlo, irse a dormir y preocuparse por ello a la mañana siguiente, pero la
inquietud le ganó la batalla a la almohada.
«Mayte,
¿sabes qué pasa en Amazon? Mi novela ha desaparecido y hay un montón de cosas
raras en el top».
«Llegas
tarde. Llevo dos horas intentando gestionarlo con ellos, pero hoy el mundo está
tan loco que no sé si tendremos una respuesta antes de mañana. En cuanto sepa
algo te digo».
«Vale. No
creo que pueda dormir, aunque estoy reventada, así que llámame a cualquier
hora».
«OK».
Eran las
cuatro de la mañana cuando el teléfono sonó. Como la ley de Murphy es así, no
hacía ni cinco minutos que al fin su cuerpo se había rendido. Se despertó con
algo de babilla reseca en el labio inferior, pero curiosamente lúcida.
—Hola,
Mayte.
—Siéntate.
—¿Ahora vas
a empezar todas las conversaciones conmigo con esa orden?
—Mientras
los acontecimientos sean los que son… me temo que sí.
—¿Qué pasa?
—Me han
respondido de Amazon. Tu novela ya vuelve a estar disponible y, por cierto,
sigue en el número uno.
—¡Bien!
—Mariana sonrió—. ¿Y te han explicado por qué ha pasado eso en las últimas
horas?
—Esa es la
noticia por la que necesitabas sentarte. —Mayte se rio—. ¿Tienes a mano el
portátil?
—Sí, espera.
Mariana lo
había dejado a mano antes de acostarse, así que lo cogió del suelo y entró en
las diferentes páginas de venta de su novela. Le pareció que todo estaba
exactamente igual que antes de esa crisis temporal en que habían desaparecido.
—No ha
cambiado nada, ¿no?
—¿Estás
segura? —El tono de diversión de Mayte atravesó la línea telefónica.
—Mmmm… pues
sí, ¿no?
—¿Has mirado
en qué género está incluida?
Los ojos de
Mariana volaron hasta ese dato concreto. «Ficción contemporánea > novela
romántica». Frunció el ceño.
—No
entiendo…
—Amazon y el
resto de plataformas de venta llevan horas actualizando los géneros de las
novelas. Se acabó lo de «ciencia ficción» para las novelas sin mascarillas. Si
todo va bien…, y parece que así será, tu novela será pura realidad en apenas
unos días. Volverán los besos, los abrazos y las citas sin PCR de por medio.
—¿Puede que
ahora seas tú la que se ha convertido en una romántica, Mayte? —Mariana se
burló, mientras se le dibujaba una sonrisa enorme, no por el éxito de su libro.
Ni siquiera por haberse salido con la suya cuando, casi medio año antes, había
decidido mandar a la mierda aquellas nuevas normas que nunca había llegado a
aceptar y se había embarcado en la novela que realmente quería escribir.
—La mala
noticia es que tus tres novelas anteriores sí pasarán a ser ciencia ficción.
—¡Me da
igual! —Mariana era incapaz de contener la risa—. Ni siquiera me gustaron
nunca, por mí como si las descatalogáis.
—Bueno, te
dejo dormir. ¿Nos tomamos una copa para celebrarlo en cuanto estemos vacunadas?
—¿Te das
cuenta de que hace más de seis años que no nos vemos en persona sin mascarilla
de por medio? Me va a hacer tanta ilusión que igual hasta te como la boca.
—Te tomo la
palabra.
Colgaron entre risas y Mariana se dio cuenta de que las mejillas hasta le dolían de tanto sonreír. Y no. No era por su éxito, el de su novela o por haberle ganado un órdago a la editorial más importante del país. No sonreía porque a sus novelas pudieran volver los besos espontáneos, los abrazos entre desconocidos, las citas sin medidas previas o la distancia de seguridad. Sonreía porque todo eso volvería a su vida. A las de todos. Cuando al fin volvió a quedarse dormida, no había dejado aún de sonreír.
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