Escribir y la libertad (una reflexión algo desordenada sobre lo más bonito de esta profesión)

Escrito por Abril Camino - 26 julio

Escribir y la libertad (una reflexión algo desordenada sobre lo más bonito de esta profesión)

Hay una pregunta que me han hecho muchas veces, en mi vida diaria y en algunas entrevistas que he dado desde que empecé a escribir: ¿qué es lo mejor que te ha traído dedicarte a esto? Siempre respondo que la gente con la que me he cruzado por el camino, porque es una verdad como un templo... pero hay algo más. Hay algo que he tardado tiempo en comprender, algo que puede que sea, junto a esa gente con la que comparto la aventura, la mayor bendición y la mayor suerte de ganarme la vida escribiendo novelas: poder hacer y decir lo que me sale del coño de las narices.

Pocas veces dedico una entrada del blog a una reflexión tan íntima. No sé por qué me ha salido hoy, aunque sospecho que algo de culpa la tiene una playlist de Spotify que me ha recordado a la música que sonaba en el coche de mis padres cuando yo era un moco y pasábamos muchas horas en carretera yendo de un lugar a otro (yo, casi siempre, vomitando, por cierto).



Yo crecí en los ochenta, muy lejos de la idea de algo llamado Spotify, así que un Talbot Horizon era el lugar donde escuchábamos música. Y en aquel coche de mi infancia sonaban Víctor Jara, Pablo Ibáñez, Víctor Manuel, Serrat, Raimon, John Lennon, Lluís Llach, Carlos Puebla, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. No nos vamos a engañar, había veces en que escuchaba eso de «Andaluces de Jaén, aceituneros altivos» y me daban ganas de tirarme en marcha. Yo quería escuchar Parchís o Enrique y Ana, joder. Era una tortura.

Pero fue una tortura que dejó poso. Demasiado, por momentos. El poso de una adolescencia que llegó demasiado pronto, en la que con doce años quería pintarme como una puerta solo porque lo tenía prohibido y en la que a los dieciséis, cuando ya no era una prohibición, ni me acercaba a un pintalabios porque me parecía una pijada. En la que me pasé veranos enteros asándome de calor con unas Doc Martens y una sudadera de Extremoduro, porque las faldas me parecían de princesas y yo me creía una guerrillera. Sí, he sido muy intensita toda la vida, y hubo una época en que no tenía las letras para desahogarme, así que era una especie de pesadilla para los que me rodeaban.



Pero seguía habiendo poso. Poso de esas ansias de libertad que me llegaron en forma de canciones cuando era un esponja de cinco años que absorbía mensajes sin entenderlos. Y a las canciones les siguieron años después los libros. Y me costaba entender por qué nunca se me había escapado una lágrima con una novela de amor (quién me iba a decir que acabaría escribiéndolas), pero lloraba a lágrima viva con una biografía de Víctor Jara o con el Diario de Ana Frank.

Con los años, fui entendiendo cosas. Como que a los veinte todos tenemos ansias de libertad, pero yo siempre parecía tener más. Tantas que he tenido una incapacidad bastante patológica toda mi vida para aceptar órdenes. Una necesidad de huir terrible cuando siento que alguien pretende decirme lo que tengo que hacer o cómo debo vivir. Por supuesto, he tenido jefes, como todo el mundo. Y trabajos horribles. Y días en que he tenido que morderme la lengua hasta hacerme sangre porque de no mandar a la mierda a alguien dependía poder pagar la luz a fin de mes.



Hasta que llegaron las novelas. Y siempre he pensado que este es el trabajo que más feliz me hace porque me flipa escribir, no se me da mal del todo, lo comparto con compañeras de profesión a las que adoro, me permite descargar esa intensidad que tengo siempre dentro y puedo hacerlo en pijama desde el sofá (no sabéis la importancia crucial de esto último). Pero creo que no. Que sí, todo eso es genial, pero creo que lo que de verdad ha hecho que este trabajo me cambie la vida es que puedo hacer, por primera vez en mi vida, lo que me dé la gana. Y puede sonar raro para quien nunca se haya sentido así, pero yo lo único que he querido toda mi vida es levantarme cada mañana sabiendo que puedo hacer lo que me salga del chichi.

Hace unos días me puso un poco triste escuchar a unas lectoras y escritoras de romántica con las que coincidí en un evento decir que hoy en día, en el mundo de la romántica, no podías hacer nada. No podías decir nada. Que si criticabas a algunas autoras, te insultaban sus fans; que si alababas a otras, te insultaban sus haters. Que ya no se podía leer libremente, que ya no se podía escribir libremente. Que había que adaptarse a lo que pedían los lectores, el mercado, las redes, GoodReads y la hostia en verso. Yo dije que no estaba de acuerdo y es que... no lo estoy. 



Yo he expresado opiniones negativas de obras de autoras muy admiradas (ojo, no las he criticado a ellas, que NO ES LO MISMO) y he alabado novelas que para mucha gente son putas mierdas. Yo he dicho que Travis Maddox, Hardin Scott o Christian Grey me parecen maltratadores psicológicos nivel cárcel y, al mismo tiempo, que me enganché como una tarada a sus novelas (menos a After, que no la pude soportar). El día que tenga que callarme lo que opino de una novela o un personaje, igual hasta dejo de leer. Lo haría por respeto a su autor, pero ¿por miedo? En serio, antes dejo de leer.

Eso como lectora. Como escritora... creo que no le robaría tantas horas al sueño delante del portátil si no pudiera escribir lo que me diera la gana. Y eso incluye todo... TODO. Quizá mañana me dé un aire y no vuelva a escribir una historia de amor y me dedique, yo qué sé, a las historias de zombies. Quizá de repente me apetezca hacer la historia más cuqui del mundo y que en el epílogo caiga una bomba atómica y muerte y destrucción para todos. Quizá un día me apetezca más que nada en este mundo escribir un protagonista que sea un auténtico gilipollas al que todo el mundo odie. O quizá me apetezca escribir una novela tan porno que me sonroje solo con pensarlo. Yo qué sé. 



Estoy exagerando, pero es mi manera de expresar lo que llevo intentando decir a lo largo de estos trescientos mil párrafos: que no hay nada más maravilloso en el mundo que saber que puedes hacer lo que te dé la gana. Al menos para mí. Me da igual el dinero, el prestigio, las buenas críticas y TODO. Si para conseguir algo de eso tengo que vender un poco de libertad, no me compensará. Pocos trabajos quedan en el mundo que nos den la libertad que nos da este. Yo me considero tremendamente afortunada por no tener que callarme nunca nada.

Cuando empezaba en esto, alguien me dijo que si mi primera novela acababa mal, iba a joderme la carrera antes de empezar. Le hice caso (nunca lo he contado, pero esa novela, en mi cabeza, acababa de otra manera que aún hoy me parece mucho más coherente) y nunca me ha gustado el resultado. Cuando empezaba a tener seguidores en las redes, leí todos esos consejos que dicen que jamás te metas «en un jardín», que no opines de política, de feminismo, de religión o de fútbol. Hice caso y tenía la misma motivación para usar las redes que para hacer dominadas. Igual me empapé mucho de esa música revolucionaria de la que os hablaba al principio o igual he entendido mal la vida, pero ¿ser escritores no iba de tener voz? ¿De tener libertad? ¿Para qué quiero yo tener mil o tres mil seguidores en las redes si el día que siento una injusticia no puedo gritar contra ella? ¿Para vender libros? ¿Pero calladitas, que así estamos más guapas? Me parece que NO.



En fin... que me he liado, quizá porque, como os decía antes, no hay nada que haya motivado esta entrada, más allá de una lista de Spotify con canción protesta algo pasada de moda. Muchas veces he usado el blog para desahogarme cuando algo me dolía o cabreaba. Hoy no ha sido eso. Hoy solo ha sido que he recordado lo bonita que es la libertad y la suerte que tenemos los que nos dedicamos a escribir de poder ejercerla con cada pulsación sobre el teclado. Abramos los ojos. Tenemos delante un folio en blanco y podemos escribir en él lo que nos dé la gana. No creo que haya en la vida nada mejor que eso.

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