Antes de nada, aclaro que he mentido un poco en el título: estoy de huelga a medias, porque en mi ciudad hoy es festivo (por ser el Día de la Mujer, precisamente), así que ya no iba a trabajar. Pero yo me siento en huelga de todos modos, y me he pensado mucho incluso si estar activa en redes sociales. Al final he decidido que sí, pero solo para dar la matraca con la huelga y el Día de la Mujer.
La verdad es que no he tenido que pensarme demasiado si secundaba o no esta huelga. Y es cierto, como he comentado con muchas amigas en las últimas semanas, que no estoy 100% de acuerdo con el manifiesto de convocatoria (si no sabéis de lo que hablo, podéis encontrarlo aquí). Tampoco lo he estado nunca con los programas políticos de los partidos a los que he votado. De hecho, tendré miedo el día que esté de acuerdo punto por punto con algún programa político, manifiesto o convocatoria de huelga.
Pero creo que esta huelga es algo más que un acto puntual convocados por una serie de asociaciones. Es un movimiento mundial, más activo en este 2018 de lo que ha sido nunca, que pretende decirle al mundo «si nosotras paramos, esto no funciona; si nosotras desaparecemos, esto no funciona». Y una huelga es un solo día (y, por desgracia, mucho me temo que no va a ser demasiado secundada), pero la brecha salarial, la violencia machista o el acoso sexual, por mencionar solo lo más obvio, están ahí a diario. El machismo está ahí a diario. Y nos está jodiendo la vida. Nos está matando.
Mi relación con el feminismo ha sido siempre un poco complicada. Tardé años, muchísimos años, en percibir el machismo a mi alrededor. Lo tenía demasiado estereotipado, y creía que machismo era que tu pareja te dijera «mujer, a fregar» o algo así. Los violadores me parecían psicópatas (verdad), pero no veía ninguna relación entre los delitos sexuales y el machismo (mentira). Me creía la brecha salarial, pero la achacaba a que teníamos trabajos peores o a que no éramos tan ambiciosas (veis por qué digo que en el fondo era machista, ¿no?).
Mi relación con el feminismo ha sido siempre un poco complicada. Tardé años, muchísimos años, en percibir el machismo a mi alrededor. Lo tenía demasiado estereotipado, y creía que machismo era que tu pareja te dijera «mujer, a fregar» o algo así. Los violadores me parecían psicópatas (verdad), pero no veía ninguna relación entre los delitos sexuales y el machismo (mentira). Me creía la brecha salarial, pero la achacaba a que teníamos trabajos peores o a que no éramos tan ambiciosas (veis por qué digo que en el fondo era machista, ¿no?).
Tenía 29 años la primera vez que dije «hostiaputa, que el machismo está más cerca de lo que pensaba». Tengo 37 y, hoy en día, tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no ahogarme de lo cerquísima que lo percibo. Así que hoy he decidido contaros por aquí mi experiencia personal con la desigualdad. Las grandes cifras sobre desigualdad están hoy en CASI todos los medios y esto no es más que el blog en el que escupo mis reflexiones cuando se me desbordan de dentro, así que de lo que voy a hablar... es solo eso. Mi experiencia personal. La que no se puede meter en un manifiesto, porque solo son las razones que me despertaron a mí.
Situación 1: «Calladita estás más guapa»
¿Qué ocurrió a los 29 años para que me cayera la ficha de que sí, el machismo estaba más cerca de lo que pensaba? Trabajaba yo por aquel entonces en una empresa muy modernita, del sector tecnológico, con una jefa directa que nos explotaba a niveles estratosféricos (si por casualidad me está leyendo, le mando un afectuoso saludo con el dedo corazón). En aquel momento concreto, los ánimos de la empresa estaban caldeados porque se estaba formando un comité de empresa (en el que yo decidí no participar porque ya sabía por aquel entonces que me iba a largar de aquel agujero en pocas semanas). Todos los miembros del comité de empresa eran chicos y todos los compañeros los admirábamos y casi adorábamos por las propuestas de mejora que proponían a nuestra precaria situación laboral. Hasta aquí todo bien.
Un día, en una reunión de una parte del equipo, nuestra jefa nos dijo, en aquel tono tan autoritario que siempre usaba, que «este fin de semana os tenéis que quedar aquí a trabajar, sin horarios, hasta la madrugada». Yo ya estaba incluso más kamikaze de lo habitual porque me iba a marchar, así que la interrumpí y le dije «mira, tenemos que... no. Dinos exactamente cuánto se nos va a pagar por quedarnos y cómo se van a devolver las horas y que cada uno decida». Reculó e hizo exactamente eso, devolvernos y pagarnos, por primera vez en la historia, las horas extra. No es que buscara yo aplausos y ovaciones de mis compañeros, ¿vale? (en realidad, solo quería no tener que trabajar ese finde), pero lo que no esperaba NI DE COÑA fue lo que vino a continuación. Tres compañeras se me acercaron al terminar aquella reunión y me preguntaron si estaba bien. Si estaba pasando un mal momento personal. Si estaba todo bien con mi pareja (¿?). Una incluso me reprochó que las hiciera pasar un momento incómodo en una reunión. Otra llegó a darme la tarjeta del local al que iba ella a yoga, porque se me veía estresada.
Vaya puta mierda fue aquello. Qué feliz vivía yo antes de saber que el machismo se manifestaba en esos pequeños detalles. Qué feliz antes de darme cuenta de que los compañeros hombres que defendían nuestros derechos eran unos héroes y yo, pobrecita de mí, solo una pobre chica que debía de estar hormonando para atreverse a alzar la voz. Supongo que por eso nos dicen desde niñas que calladitas estamos más guapas.
Situación 2: «No eres una mujer, eres un coño»
Ojocuidao, que con este título se vienen emociones fuertes. Esto me ha pasado hace pocas semanas, así que lo tengo calentito. Como ya he contado alguna vez por aquí (miles de veces, en realidad, soy una cansina), mi exmarido es mi mejor amigo. Ya lo era antes de ser mi marido, antes de ser mi novio. De hecho, nunca fue más pareja que amigo. Eso lo sabe todo nuestro entorno. Somos algo así como hermanos, en todos los sentidos posibles del término.
¿Que por qué os cuento esto? Porque la gente no lo entiende. Vale, muy bien, afortunadamente mi vida está para que yo la viva, no para que los demás la entiendan. Y no soy una paranoica que vea machismo en esa incomprensión... o no del todo. Hace unas semanas, como os decía, sí lo vi.
Y, además de verlo, me llevé una decepción gorda. Una buena amiga me contó lo que había hablado sobre mí con otra supuesta buena amiga (y que se hace llamar feminista, que manda cojones). Resulta que estaban ellas comiendo y, en un determinado momento, salí yo en conversación. Y mi buena amiga dijo algo así como que había quedado ese día con mi ex (por supuesto, mi buena amiga lo llamó por su nombre; tenemos la buena costumbre de no referirnos a la gente por prefijos). Y la otra, supongo que en ese afán de cotilleo que a veces nos ataca a todos, le preguntó si pensaba que él y yo seguíamos dándole al cuerpo alegría Macarena de vez en cuando.
Bien, venga, lo acepto. Yo también cotilleo de vez en cuando. Mi buena amiga le respondió que no... que definitivamente no. Que somos como hermanos (lo somos). Que no nos tocaríamos en ese sentido ni con un palo (no lo haríamos). Que tenemos un rollo increíble para ser dos personas que pasaron por todo lo que pasamos nosotros (lo tenemos). Y la otra le respondió «pero qué inocente eres. Es evidente que sigue colada por él, y él va a ella cuando le pica».
Claro, porque a ellos les pica. A nosotras no. Nosotras somos solo coños receptores de penes necesitados. Porque no me puedo imaginar a mis amigas diciendo «pobrecillo él, seguro que sigue loco por ella y ella solo lo llama cuando le pica». Y eso ya no es incomprensión de una situación personal entre dos personas, ya no es simple cotilleo mientras comes con una amiga... eso es machismo. Aquí y en la China popular.
Situación 3: «Descansa un poco, mujer»
A diario. A puto diario escucho que trabajo demasiado. ¿Trabajo demasiado? Sí, definitivamente sí. Mis ocho horas (o más) de lunes a viernes en Trendencias y mucho del resto de mi tiempo en las novelas y en todas esas tareas asociadas a ser escritora y autónoma (redes sociales, este blog, facturación, contratos...). Ojito: sigo teniendo amigos, hablando con ellos a diario, saliendo cuando me apetece, hago como ocho viajes al año, no me pierdo un concierto, ópera, obra de teatro... Soy jodidamente hiperactiva y los fines de semana, incluso, duermo cual cerda.
Pues lo sigo escuchando. «Trabajas demasiado», «tienes que parar un poco», «descansa, mujer, que vas a acabar deslomada», «un día te va a dar algo»... El otro día, en plan pequeño experimento social, les pregunté a un par de amigos chicos si a ellos también les pasaba. Uno es comercial, hace jornadas de quince horas y duerme más noches de hotel que en su casa. Otro tiene un puesto de responsabilidad en una multinacional y no sale ningún día antes de las nueve, además de llevarse el portátil a casa los fines de semana. Uno me confesó que su madre sí que le dice que lo nota cansado; al otro su mujer le dice que está harta de no verlo nunca. Y ya. Es más, toooodos esos amigos bienintencionados que a mí me dicen que trabajo demasiado y que tengo que parar... son también amigos de ellos. ¡Y jamás se lo han dicho! ¿Machismo? No sé, decidid vosotros.
Situación 4: «Ay, la noche»
Aquí no me voy a extender demasiado. Primero, porque con que hayáis salido de casa una sola noche ya sabréis de lo que hablo. Y segundo, porque ya expliqué esto hace tiempo en la entrada Volver a casa sola.
Somos débiles en la noche. Estamos en situación de riesgo. Da igual cuánto nos esforcemos por alcanzar la igualdad, no está en nuestras manos. Está en la de ellos. De los hombres. Está en sus manos que podamos tomar una copa con amigas sin que vengan cada cinco minutos a tocar las pelotas. Está en sus manos que no nos caguemos de miedo cuando volvemos a casa solas y escuchamos pasos detrás. Está en sus manos entender que «no significa no» y, sobre todo, que «solo sí significa sí».
Y de esta victoria estamos lejos, muy lejos. Quizá de la que más. Porque, a las cinco de la mañana en una discoteca, estar borracha significa estar más solicitada, porque así es todo más fácil. Las voluntades un poco anuladas como aliadas, muy bien, muy empático. Porque, si lo peor ocurre y nos violan, mucha gente se planteará si estamos diciendo la verdad, cosa que jamás se cuestionarían si, en vez de violarnos, por ejemplo, nos hubieran atracado. ¿Qué le hace pensar a una gran parte de la sociedad que las mujeres podemos inventarnos una violación y no un atraco? No, yo tampoco lo sé.
Y porque precisamente por eso estamos en nuestro derecho de replantearnos si cosas que vivimos en el pasado no fueron abusos. De preguntarnos si siempre queríamos. Si siempre dijimos sí en plenas facultades y sin coacción. Y quizá algunas obtengamos respuestas aterradoras. Y tenemos derecho a pensar de otra manera 10 años después, a decirlo en voz alta... y también a callárnoslo.
En la generación de nuestras abuelas no era tan raro que un hombre le pegara a su mujer una bofetada en una discusión. ¿No tienen derecho esas abuelas a decir hoy, cincuenta años después, que sufrieron maltrato? ¿O, como en aquella época no se veía como tal, no tienen ya derecho a eso? ¿Vamos a decirles «haberlo denunciado en su día», cuando se habrían encontrado con el juicio social, familiar y hasta penal? Pues es lo que se nos pide a nosotras: que no cuestiones en 2018 que quizá aquel chico que te bajó las bragas en 1998, cuando estabas borracha como un perro e intentando no vomitarle encima, se aprovechó de ti.
Somos débiles en cuestión de abusos sexuales. En la que más de todas, probablemente. Siguen contándonos qué podemos hacer para evitar una violación y no oigo demasiadas voces educando a los niños en feminismo y respeto al mutuo consentimiento. Estamos jodidas (nunca mejor peor dicho).
Me he extendido muchísimo, lo sé. Si seguís por aquí todavía, es que sois unos héroes o tenéis mucho tiempo libre 😉. Esto que os he contado son cuatro chorradas. Cuatro anécdotas que quedan a años luz del horror de las cifras de mujeres asesinadas cada año, del porcentaje de diferencia de sueldos que arroja la brecha salarial o de los acosos sexuales que se denuncian (o se callan) a diario. Pero han sido mi gasolina, no solo para estar hoy en huelga, sino para implicarme en esta lucha. Porque, cuando tenía 16 años, era una romántica que echaba de menos tener algo por lo que pelear, como había tenido la generación de mis padres. He tardado veinte años en darme cuenta de que hay una causa por la que podemos tenemos que luchar y que implica a la mitad de la población mundial.
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