Volver a casa sola

Escrito por Abril Camino - 13 octubre


Voy a empezar diciendo que siempre me he considerado una tía valiente. Lo que algunos darían en llamar temeraria, incluso. No solo no me dan miedo el noventa por ciento de las cosas que a muchas de mis amigas sí se lo dan, sino que ni siquiera entiendo esos miedos. Lo único que me da un miedo atroz son las pelis de terror y las ratas, porque soy tan retrasada mental que le tengo más miedo a la ficción que a la realidad y a algunos animales que a algunos humanos. Supongo que el origen de todo (de lo de no tener miedo, no de lo de las pelis y las ratas) está en una adolescencia rebelde, en la que me negaba a aceptar un exceso de protección y, ya no digamos, la más mínima diferencia con mis amigos chicos. Eran los tiempos en que creíamos que el feminismo consistía en conseguir la igualdad absoluta teniendo que dejarnos nosotras los huevos para ello sin ayuda alguna, y en que del concepto de discriminación positiva solo nos quedábamos con la primera palabra. El caso es que, en aquellos tiempos ya muy lejanos (¿cómo puede hacer veinte años que era adolescente, madre del amor hermoso?), me acostumbré a hacer cosas de esas que estremecen a las madres (a la mía no demasiado, que ella también es bastante temeraria): volver a casa sola de madrugada, no avisar a nadie de si llegaba bien o mal y alguna que otra que no mencionaré por preservar mi ya mermada reputación.


Pronto, mis amigos se acostumbraron a no acompañarme nunca a casa o a la parada de taxis, después de tener que aguantar sábados y sábados de mi yo radical gritándoles que por qué se ofrecían a acompañarme a mí y no entre ellos. Que si no tener pene me hacía inferior o qué. Que si entre ellos se pedían toques al móvil (era pre-whatsapp, recordemos) para asegurarse de que todos estaban plácidamente dormidos en sus casas. Joder, no sé ni cómo me aguantaban. Qué intensita he sido toda mi vida.



El caso es que los años han pasado y yo me he aburguesado, que para eso soy vieja, para disfrutar del aburguesamiento. Sigo saliendo todos los sábados, que hay cosas que van en la sangre (en mi caso, el whisky con Coca-Cola, por ejemplo), pero ya no vuelvo caminando a casa de madrugada porque me he gastado los tres euros que reservaba para el taxi en una última copa. Ahora las copas ya no cuestan tres euros y los taxis se pueden pagar con tarjeta, así que lo de sufrir una caminata con los tacones de vuelta a casa a las 6 de la mañana... como que pasó a la historia. Además, tanto en mi ciudad habitual como en donde paso las vacaciones, vivo en pleno meollo nocturno, así que es difícil que me pille una calle aislada o con poca gente. Pero siempre hay excepciones.

Mi excepción llegó hace un par de sábados. Había quedado con una amiga en un pueblo a pocos kilómetros de mi lugar de veraneo. Ella estaba allí con otras amigas aprovechando que eran las fiestas. Quedamos sobre las doce de la noche. Después de algo así como cuatrocientas cincuenta vueltas al pueblo con el coche, estaba a punto de rendirme al hecho de que jamás iba a encontrar sitio para aparcar y volverme a mi casa. Pero entonces vi, en una zona alejada del centro del pueblo, una especie de aparcamiento habilitado por las fiestas. Un descampado, vaya. Estaba a tope de gente (y de coches) cuando al fin logré aparcar en él. Llamé a mi amiga, nos fuimos a tomar algo y las horas pasaron casi sin darnos cuenta, de esa manera en que pasan cuando estás cómoda con alguien, aunque casi acabes de conocerlo.



Cuando me quise dar cuenta de que ya era hora de ir volviendo a casa, eran las cinco de la madrugada. Nos despedimos y enfilé el camino hacia mi coche. Desde más o menos la mitad del trayecto, no había ni Perry por la calle. Literalmente, ni una persona. Ni coches. Y el descampado, que se veía al fondo, ya no tenía el foco enorme que lo iluminaba cuando yo había aparcado. La orquesta había dejado de tocar un par de horas antes y el meollo de la fiesta se había trasladado a otra zona del pueblo. Estaba más oscuro que el carajo. Y, entonces, ocurrió. Lo que no me había pasado en treinta y seis años. Me cagué de miedo. No sé si fueron los ecos de la desaparición de una chica también en Galicia, también durante unas fiestas, también en un trayecto descampado. No sé si fue que a los 36 tienes una prudencia que a los 16 te falta. No sé qué coño fue, pero el caso es que me oía el corazón en los oídos, coño. Y me pegué una carrerita antológica hasta mi coche cuando al fin lo divisé (antológica porque la última vez que a mí se me había visto correr estaban de moda los New Kids on the Block). Y no había ni una gota de alcohol en la paranoia, que recordemos que había llevado el coche.

El caso es que, en cuanto entré en mi coche y cerré los seguros con una fuerza que casi me dejo el dedo en el botón, me cabreé. Dios, me cabreé de cojones. ¿Por qué se supone que tenemos que tener miedo? ¿Por qué mis amigos vuelven a casa tan campantes los sábados, recorriéndose media ciudad caminando, con una melopea de pelotas, y yo, de repente, estaba aterrorizada? Y la respuesta fue desoladora: porque somos el lado débil de la balanza. Porque desaparece una chica y siempre hay alguien (a veces, incluso, con dos cojones, en los medios de comunicación) que comenta que qué hacía volviendo a casa sola de madrugada. O que por qué llevaba aquel short. O que, si nos emborrachamos, se lo estamos poniendo muy fácil a un agresor.



No sé qué dicen las cifras sobre cuántas chicas son violadas los fines de semana de madrugada. De hecho, ni siquiera me creería mucho cualquier cifra que leyera, dado que, probablemente, muchas agresiones pasen sin denuncia. Tampoco sé cuántos atracos hay a punta de navaja o de simple intimidación. Por suerte, a ninguna amiga mía la han agredido nunca (que quede claro que hablo de violación consumada, la agresión que supone tener que oír comentarios sexualmente intimidantes, por desgracia, la hemos pasado todas). A un par de amigos míos (casualmente, ambos chicos) sí los han atacado de madrugada para robarles, a uno de ellos tirándolo al suelo para robarle el móvil y al otro, poniéndole una navaja en el cuello. ¿Y sabéis qué? Que no oí a nadie comentar que qué coño hacían a las cinco de la mañana en la calle. O haciendo ostentación de riqueza con un polo de Ralph Lauren. O poniéndoselo muy fácil al ladrón, teniendo el móvil en la mano.

Porque, cuando alguien te atraca, los únicos comentarios que se oyen de los demás son «vaya hijos de puta» o «ya no se puede salir tranquilo de casa». Pero, cuando a una chica la violan, secuestran o atacan, siempre hay alguna madre de esas que lo saben todo que aporta un «pues yo a mi hija no la dejo salir así vestida de casa», algún padre que se indigna porque «no deberían andar solas por la calle a esas horas» y cientos de dudas sobre si, borracha y a las tantas de la mañana, no habría algo de consentimiento en esa supuesta violación (no se nos vaya a olvidar el "supuesta", que lo mismo se desata el Apocalipsis).

Y es que el cine lleva años mintiéndonos. Nos han pintado a los violadores como unos tipos súper creepy, al estilo del Buffalo Bill de El silencio de los corderos, que secuestran a chicas en la parte de atrás de su furgoneta y les arrancan la piel a tiras para hacerse un traje de lagarterana (o algo así, vamos, recordad que no veo pelis que dan miedo). Pero no. Los presuntos violadores en grupo de los pasados sanfermines eran unos tíos normales. Unos quinquis de cojones, sí, del ambiente ultra del fútbol en el que, por cierto, conozco a mucha gente y me he tomado muchas copas. Puede que alguna, en Sevilla, con esos tipos al lado. Uno militar. Otro guardia civil. Algo bastante alejado de la imagen de chiquillo acomplejado con madre dominante y sexualidad reprimida que nos ha vendido el cine. Nada que ver. Si se demuestra que lo hicieron (aquí sí pongo todos los "supuestos" y todos los "presuntos" del mundo, que el caso está sin juzgar), se probará que unos tíos más o menos normales son capaces de violar, entre cinco, a una chica, como parte de la celebración de una noche de fiesta. Como quien se pide otra copa, o se mete unos tiros, o mea contra un contenedor. Repito: violar entre cinco colegas a una chica. ¿Cómo cojones no vamos a tener miedo cuando volvemos solas a casa?



Supongo que, en cierto modo, me puedo considerar muy afortunada de no haber tenido ni un solo incidente en mi vida. Ya no es que no me haya pasado nunca algo realmente grave, sino que hasta una vez que me robaron la cartera, acabaron devolviéndomela (esta historia irá muy arriba en el libro de anécdotas surrealistas de mi vida). Pero me niego a añadir a ese "me considero afortunada" la coletilla "pese a haber sido imprudente". Yo no he sido imprudente. Yo tengo derecho a volver a casa a la hora que me dé la gana, en el estado que me dé la gana, como si quiero volver con las bragas en la cabeza, y que nadie me tache de imprudente. Imprudentes son los padres que dedican horas a recordarles a sus hijas cómo no deben vestir, pero ni un minuto a explicarles a sus hijos lo que es el respeto a las mujeres. Imprudentes son los desconocidos que no se cortan en hacer un comentario subidito de tono sobre nuestras tetas, porque creen que si llevamos escote están ahí para que las analicen. Imprudente es no darnos cuenta de que en la tolerancia con la agresión verbal está el germen de la física, por más que muchos de los "guarros" que podemos encontrarnos en la noche no den jamás un paso más allá. Imprudentes somos nosotras si alguna vez juzgamos a otra mujer por cómo viste, cómo se comporta o cómo vive, y añadimos la frasecita «cualquier día le va a pasar algo».

No seré yo quien llame a la temeridad o quien vaya contra todos esos consejos que se dan a las mujeres que vuelven solas a casa por la noche. Por cierto, la RAE tendrá que admitir en algún momento una nueva acepción de la palabra sola: «mujer a la que no acompaña varón». Porque, si volvemos acompañadas de alguna amiga, también dirán que vamos solas. Esa paradoja lingüística ya daría para un post en sí misma. Leí hace poco una frase en redes sociales que me encantó: «Cuando vuelvo a casa por la noche, no quiero ser valiente. Quiero ser libre». Pues eso. Como aún estamos lejos de conseguirlo, yo seguiré siendo valiente. Seguiré volviendo a casa sola, cómo y cuándo me dé la gana. Y algún día tendré miedo. Y volveré a cagarme en la puta si lo tengo. Porque, si dejo de hacer lo que me pide el cuerpo porque tengo miedo, los malos habrán ganado. Y eso sí que no. No me va nada el adoctrinamiento, así que esto no es un consejo. Es solo lo que haré yo.

  • Compartir:

Puede que te interese...

8 comments